Aquí puedes leer el primer capítulo

BRILLOS EN LA OSCURIDAD

Artein Sizilo, en Mina Norte, Ferodia, enero del año 59 después de La Unificación.

 

                Nadie sabe con seguridad por la mañana si morirá ese día o no. Algunos lo pueden imaginar, otros presentir y, la mayoría, suelen temer el momento. Si ignota es la certeza de la muerte, más desconocida aún es la causa que la puede provocar. Pero sólo algunos pocos saben desde que abren los ojos a que se tendrán que enfrentar y los peligros que entrañará para su vida la jornada que comienza.

                Se puede morir por muchos motivos. Por accidente, enfermedad, en la guerra, por defender ideales, por amor, por odio; por venganza; incluso por error. A veces por obtener riqueza. Y otras veces por no perderla. Tener la certeza de que te enfrentas a la muerte es siempre una ventaja si te encuentras en uno de esos días en los que sabes que puedes morir. Y morir trabajando en una mina era una de las certezas que siempre acompañaban a Artein Sizilo cuando bajaba a las entrañas de la tierra a buscar el ferodio, el “hierro de los dioses”. Tan codiciado e importante que había dado nombre a un continente completo: Ferodia.

                Y su certeza habitual, que aquel día sentía más fuerte que nunca, le indicó que podía ser la definitiva. Y aún así, bajó a la mina. Tal era todavía el espíritu de los hombres en aquellos días.             

                “Trabajo duro”- pensó Artein Sizilo observando la gran veta de mineral que iluminaban las ocho lámparas de aceite clavadas alrededor del grupo de hombres. Todos, de pie, miraban entre abrumados y maravillados aquellos reflejos tan característicos del material que habían ido a buscar a tanta profundidad bajo el suelo.

                -¡Esto será al menos paga triple!.- exclamó un joven barbudo de pelo largo y facciones rudas.

                -Eso solo significará que esta noche perderás con los naipes el triple de lo normal- le respondió el jefe del grupo- A mí solo me preocupa que jamás hemos bajado tanto y encontrado una veta tan importante. Las cosas no suceden porque sí ni nunca son tan fáciles. ¿Por qué nos mandan a nosotros? Hay que hablar con los de arriba antes de hacer nada- dijo con un deje de duda en la voz.

                Todos callaron unos instantes. El silencio lo rompió de nuevo el joven jugador de cartas.

                -Artein… es nuestra oportunidad. En serio. No puedes ser así…

                -¿Así como?...- inquirió Artein.

                -Así como eres. El Fedatario de La Compañía no se merece tu honradez.

                -No es por honradez, Brego. Es que hay cosas que es mejor no mover… hasta no estar seguros del todo. ¿Quién nos dice que picamos aquí y no se derrumba todo encima nuestro? O hay gases venenosos. O cosas peores…

                -Ya están los cuentos de vieja- terció un hombre a su izquierda, al final del grupo. Su cara curtida por los años y las peleas de bar dejaban ver grandes surcos que con aquella luz era difícil distinguir entre arrugas o cicatrices.

                Artein Sizilo lo miró en silencio y no le respondió. 

                El hombre insistió.

                -Cuentos de vieja, sí. Por el Santo Árbol… alegremos de nuestra suerte y ya está. Es sencillo. Siempre hay un golpe de suerte en este trabajo. No le des más vueltas. Si no quieres tu parte de esto, no hay problemas, lo repartimos y así Brego podrá perder su paga en cuatro días en lugar de en tres…

                -¡Tendré por lo menos para una semana!.- exclamó jocoso el joven.

                Todos, menos uno, rieron ante la ocurrencia mientras hacían cálculos mentales sobre sus ganancias futuras gracias a aquel descubrimiento.

                Artein pensó en la conversación de aquella mañana con el Fedatario. Este era el encargado de organizar el trabajo en aquella mina. En la Norte. Y no le cuadraba nada de aquello. No era normal que se encargaran trabajos al margen del resto de cuadrillas de mineros. Había sido taxativo en lo relativo a que nadie supiera donde iba a bajar su grupo aquel día. Además, no tenía claro que ellos fueran los mejores para hacer ese trabajo. Nada de esto había comentado con los suyos, salvo con Elio, su segundo capataz. Este tampoco entendía como el Fedatario conocía aquella veta de mineral y el camino exacto entre los angostos túneles para llegar hasta allí. Una simple mirada cuando estaban subidos en la gavia que les trasladaba a aquel infierno les bastó para ponerse de acuerdo sobre lo extraño de aquel encargo.

                -Lo repito. No creo en los golpes de suerte. ¿Cuántos mineros ricos conoces? ¿O qué hayan vivido para contarlo? Yo te lo diré Omran: cero. Parece mentira que me digas que crees en la suerte. Tú. Precisamente tú. Que cada “golpe de suerte” que has tenido lo has cambiado por una cicatriz. No. No me gusta nada de esto. Acato la orden. Pero no por gusto ni por la paga, ni siquiera me llama la curiosidad.

                -Pues entonces deja ya de pensar en monstruos y demonios y en leyendas antiguas y ponte a mandar. Tenemos trabajo que hacer. Mucho por lo que veo. Si me hubieras contado esta mañana todo lo raro que te ha parecido el encargo del Fedatario quizás no hubiera bajado. Pero ahora viéndolo aquí delante, al alcance de nuestras manos, tanta cantidad que podremos salir de aquí ricos si jugamos bien nuestras cartas, no tengo dudas- volvió a hablar Omran.

                -¿Rico dices? Me parece que no conoces todavía al Fedatario. Unas migajas nos caerán de la mesa de los ricos. Como siempre- terció Elio.- Artein tiene sus dudas y yo también. Todos las tenemos. Es todo muy raro, muy fácil, pero sabed que ante el primer atisbo de peligro nos vamos hacía la superficie. 

                El capataz permaneció en silencio unos instantes. Se podía sentir la respiración acelerada por la emoción en los más jóvenes del grupo resonando en aquella cavidad de la roca que habían hallado gracias a las precisas explicaciones que le había dado a Artein aquella mañana el Fedatario de La Compañía. Dueña de la mina y casi del mundo, como solía decirse entre todo el asentamiento minero. Miró en dirección al material centelleante que tenía frente a sí mismo y musitó algo apenas inteligible para los demás.

                -Que no sea porque no lo he advertido.

                Al instante comenzaron las ordenes.

                -Brego. Ever. Tú también Paisal. Apuntalad la zona. Sobre todo aquí y aquí.- dijo señalando dos puntos del techo de roca que caía sobre la veta de mineral.- Rendo, Tiame y Elio. Comenzad a desbastar por abajo. Omran, conmigo, vamos a ver que grosor tiene esto. ¿Tienes a mano el cincel para calar?. Vamos. No quiero estar aquí más tiempo del necesario.- y un escalofrío le erizó el vello al recordar las historias que le contara su madre de pequeño. Su recuerdo de ella para nada era el de una vieja, sino que la recordaba todavía joven y hermosa. Lástima que se fuera tan pronto.

                Todos comenzaron a realizar sus trabajos con celeridad. La música desacompasada de los martillos trabajando con rapidez se fue alejando mientras Artein y Omran se alejaban de ellos y se dirigían a la parte central de la enorme pared de mineral centelleante que refulgía frente a ellos.

                El capataz le indico sin pronunciar palabra el lugar exacto donde Omran dispuso su enorme cincel con una mano mientras con la otra se disponía a martillearlo con fuerza. Una, dos, tres veces retumbó el sonido seco del metal al entrechocar con otro metal. El cincel se introdujo varios dedos en aquel material brillante. Se detuvo.

                -No ofrece mucha resistencia. No creo que haya mucho grosor.- le dijo mirando a Artein.- Habrá que ir con cuidado y apuntalar bien el techo y el agujero mientras lo excavamos. Hablaré con los chicos…

                -Espera.- le detuvo el capataz.- Vamos a calar por otros lugares y nos hacemos una idea de lo que tenemos delante. 

                -No creo que sea mucho más ancho, créeme, sabes que lo he hecho miles de veces. ¿Sigo calando hasta llegar al otro lado?- preguntó dudando sobre la orden que iba a recibir.

                Artein miraba en silencio la pared brillante. Parecía una constelación de estrellas en una noche oscura y clara, sin nubes. Centellaban a cada movimiento de la luz de las lámparas de aceite. Se acercó a la misma y pasó su mano por aquel extraño mineral. Omran lo miraba y se movió silencioso hasta ponerse a su lado.

                -¿Qué piensas?- dijo casi en un susurro. A pesar de sus diferencias sabía que Artein era un hombre justo y experimentado en su profesión cuya opinión había de tenerse en cuenta.

                -¿No los oiste?.- le preguntó el primero.

                -¿El qué?.

                -Los ruidos cuando bajábamos. No me digas que no los oíste. ¿Has escuchado algo igual alguna otra vez?...

                La cara arrugada de Omran pareció más sombría que otras veces mientras también tocaba aquel material centelleante.

               -No se que decirte… Creo que todos los hemos escuchado cuando bajábamos. Pero esto está muy profundo. No creo que hayamos estado nunca a tanta profundidad. Puede ser algún curso de agua que gotea en alguna cavidad… que se yo.

                -¿El agua puede perseguirte y seguir tus pasos?.... -musitó.

                -O algún bicho. Hay topos y cosas así. Nunca los he visto tan abajo, pero puede ser. O gente trabajando más arriba. No sé, pero no empieces con lo mismo…

                -Estoy seguro que todos han oído lo mismo que nosotros mientras bajábamos.- aseguró Artein.

                -¿Y qué con eso?... ¿qué más da?... ¿Qué pasa si todos los han oído?. Es normal. Esto está muy profundo. Jamás hemos bajado tan abajo. ¿Y si así es como suena la mina a esta distancia de la superficie?. Creo que te estás dejando llevar por supersticiones y miedos infundados. ¿Crees acaso que aquí puede haber algo más que oscuridad y humedad?. No asustes más a los chicos. Son jóvenes e influenciables. No te dejaré.

                Artein lo miró de soslayo y le espetó.

                -¿Ahora vas a liderar tú?.

                La voz Omran se volvió más aspera.

                -Ellos seguro que opinan lo mismo. Están hartos de tu honestidad y tu rectitud. No te lo dicen, pero yo sé que es así. Nuestro grupo jamás se hará rico con alguien como tú. No nos puedes quitar esta oportunidad. Esta no. No te lo permitiré. No te lo permitiremos. Tenemos todo el ferodio con el que hemos soñado durante toda nuestra vida al alcance de nuestra mano y no nos lo vas a arruinar… - fue alzando la voz a medida que hablaba.

                El capataz avanzó un paso hacía él sin mostrar atisbo de miedo alguno a pesar de ir desarmado. 

                El martillo vibraba nerviosamente en manos del minero mientras esperaba la respuesta de su jefe. El silencio anegó aquella cavidad donde todos trabajaban. La vista de los siete se centro en Artein, quién notó sus miradas expectantes.

                -¿Qué estás hablando miserable?...- le gritó. Y su voz ronca por la indignación resonó furiosa en la cueva.

                Omran blandió el enorme martillo sobre su cabeza dispuesto a descargar un golpe sobre Artein. Llegaron prestos Brego y Ever con Elio detrás. Los dos primeros sujetaron al minero y le hicieron soltar el martillo mientras Elio empujaba al capataz varios pasos hacía atrás.

                -¿Estáis locos?.- les pregunto a ambos a gritos.- Jefe, por el Santo Árbol…. ¿has perdido la cabeza?. Y con Omran… que no tiene más cicatrices en su cuerpo porque ya nadie hace caso de lo que dice y ni le responden…Vamos a tranquilizarnos. Sabemos que este encargo de hoy nos ha puesto a todos nerviosos. Es normal. Todo es muy raro. Sí, lo es. No me mires así. Todos hemos oído los ruidos. A todos nos parece que es demasiado fácil pero tenemos que estar unidos, aquí abajo solo nos tenemos los unos a los otros. Arriba es diferente y si hay gente que quiere disolver nuestra sociedad a partir de hoy que lo haga. Pero no ahora. Y mucho menos por la fuerza. Cuando salgamos y repartamos. Jefe, Omran tiene algo de razón. Es una oportunidad…

                -¿Tú también Elio?- le preguntó airado Artein con un marcado tono de reproche.

                Este respiró profundamente mientras todos se relajaban y dejaban de sujetarse los unos a los otros. Los demás llegaron a su altura y ya estaba los ocho reunidos en un corro mientras Elio continuaba hablando.

                -No digo que no sea un trabajo peligroso el de hoy. Lo parece. Pero, ¿has visto la cantidad de mineral que hay aquí?. ¡Si hay para armar a un ejercito completo…! Saquemos lo suficiente para calmar al Fedatario y que nos quede bastante para nosotros. Ninguno queremos comprar un castillo ni una isla, tan solo salir de aquí, de la mina, o vivir algo mejor. Tengo hijos. Ever y tú mismo, Artein, los tenéis. ¿Es justo para ellos soportar esta vida que llevamos aquí?. ¿No habrá querido el misericordioso acordarse de nosotros por una vez?. ¿Por una sola maldita vez?...- hizo una pausa mientras la mayoría asentía sus palabras- Vamos a hacer lo que hemos venido a hacer. Con rapidez. Y nos volvemos más pronto que tarde para arriba. Aquí abajo todos somos uno, no lo olvidéis. Las cuentas pendientes quedan para la superficie… ¿estamos?.

                -Estamos.- musitaron casi todos. 

                Artein no sabía si sentirse aliviado, sorprendido o traicionado por Elio. Permaneció unos segundos mirando desafiante a Omran, que le devolvía la misma mirada sin achantarse ante su envergadura.

                -Estamos.- dijo finalmente.- Elio, erraste tu profesión. Debías haberte dedicado al sacerdocio. A enderezar ramas torcidas… pero luego, arriba, hablaremos de todo esto con más detenimiento…. Y contigo también Omran.

                -Arriba te las ajustaré.- susurró este de manera casi imperceptible mientras los demás volvían a su faena.

                -Arriba será pues.- le respondió el capataz mientras Elio, con las palmas de las manos extendidas hacía ambos en señal de separarlos les pedía serenidad.

                - Ya. Acabemos y vayámonos de aquí. Que cada vez parece que hace más calor. Omran. Cala el muro y veamos cuanto nos podemos llevar. Jefe, ve con los otros a ayudar a apuntalar. O a desbastar. Dar golpes al mineral y a la piedra te vendrá bien…

                -Si, imaginaré que es la cabeza del de las cicatrices… o la tuya Elio…-dijo alejándose.

                -Mañana me darás la razón.- dijo.- Compañeros: a trabajar.- ordenó.

 

                Por las cuentas del reloj de arena que portaban debía ser más de mediodía en el exterior. Por las cuentas y por sus estómagos. Comieron en silencio, casi por separado. Parecía que las cosas se habían relajado desde la mañana y el trabajo había sido fructífero. Fructífero pero triste. Ni una sola broma. Ni una sola canción. El ambiente se había hecho casi más pesado que el calor y la humedad que les rodeaba.

                Para esa hora ya tenían apuntalada la pared de mineral y eliminadas las rocas sobrantes. Quedaba solo calar el muro y comenzar a picar y recoger el ferodio. Elio rompió el silencio con Artein.

                -Jefe.- le dijo- Creo que ya es hora que vuelvas a ordenar el trabajo. Siento lo de antes, pero no tenía sentido que te la jugaras por ese desecho de la vida que es Omran. Llevamos años juntos en esto, sabes que siempre te he seguido. Tú lideras y yo sigo y no me gustaría que esta riña nos llevara a romper nuestro grupo o nuestra amistad…

                Artein le hizo callar con un ademán enfadado y, sin mirarlo a la cara, pasó a su lado apartándolo con su hombro en dirección a Omran al que, sin cruzar sus miradas, le ordenó:

                -Cala ahí.

                Dos golpes secos y el ruido característico del mineral resquebrajarse. El aire entró por el pequeño agujero como una exhalación e hizo temblar las llamas de la lámpara que Artein acercó al hueco recién abierto para observar a través del mismo. Poco vio ya que la oscuridad era, si cabía, más profunda allí dentro que en la cavidad donde trabajaban desde por la mañana. 

                -Por aquí se ve poco. Habrá que ensanchar el agujero para poder observar mejor lo de dentro. Aunque eso ahora mismo nos importa poco. Acabemos con esto. Cala en los puntos que te vaya marcando y arrasemos con esta pared lo más rápido que podamos.

                Aquella pared de mineral no era muy ancha, apenas una cuarta de la mano de un hombre. Se hicieron varios pequeños agujeros más. Parecía que el apuntalamiento era eficaz y suficiente. Apenas crujió cuando se fueron eliminando trozos más grandes de la pared y el agujero se hacía tan grande como para que un hombre adulto pudiera pasar hacía el otro lado. 

                -Omran, Rendo y Tiame. Pasad al otro lado. Los demás id llenando la carga. Limpiad bien de roca el mineral que no quiero cargar con piedras inútiles hasta arriba.- ordenó Artein.

                Los tres pasaron con cautela hacía el otro lado del muro. Artein pensó que debía dar también ejemplo y se adentró en aquella gruta que se abría tras el agujero abierto en la pared. Blandió su lampara y, una vez dentro, avanzó unos pasos hacía la oscuridad mientras los otros tres hombres no perdían ni un instante en arrancar a golpes el ansiado material de la roca.

                Era una oscuridad sofocante. Notaba aún así como el aire de la cavidad donde habían comenzado el trabajo entraba por el agujero y parecía ser más fresco que el del interior. No quiso pensar ni por un instante en la existencia allí de gas venenoso. El pájaro que traían consigo continuaba vivo dentro de su jaula. Nada de lo que preocuparse por ese aspecto. Se relajó. Su ánimo se recuperó a medida que pasaba el tiempo y el trabajo iba concluyendo. No veía el momento de marcharse de allí. A pesar de sus años trabajando en la mina nada le parecía normal aquel día en aquel sitio. Todo era más oscuro y tétrico de lo que a él solía parecerle las entrañas de la tierra.

                Al principio aquel ruido a Artein le pareció un lejano rumor. Quizás del trabajo en alguna galería superior que se filtraba hasta la profundidad donde ellos estaban picando la roca. Era raro, pero podía oír aquel murmullo de voces extrañas. Pero no sonaban como voces. No al menos como voces normales. Se detuvo un momento y aguzó el oído. Pero sus otros siete compañeros parecían no haber sentido aquel rumor que parecía provenir de las paredes de aquella cavidad donde trabajaban desde hacía pocas horas.

                -¿Habéis oído eso?- inquirió.- ¡Silencio!.

                El trabajo se detuvo casi al instante y todos parecieron concentrarse en aquel ruido. Agarró su lampara y la blandió en dirección a los tres compañeros que tenía a su derecha. Allí los vio, callados e inmóviles aguzando el oído tal y como él mismo hacía.

                -Silencio- volvió a murmurar de manera casi inaudible mientras avanzaba un par de pasos silenciosamente hacía la oscuridad.

                Esta era la oscuridad más impenetrable que Artein hubiera visto jamás. Frente a él no había ni una sola pepita de mineral que brillara al recibir la luz de la lámpara. Y ya era raro puesto que en aquella vieja mina en casi todas las paredes había alguna por pequeña que fuera.

                Dio otro paso más y sintió una presencia a sus espaldas que le tocaba el hombro. Se giró rápidamente mientras se le erizaba el pelo de la nuca. 

                Era Elio que había entrado también en aquella gruta. Suspiró aliviado y se avergonzó en su fuero interno de su respingo para, a continuación, clavar una mirada furibunda en su amigo. Este no le hizo mucho caso puesto que mantenía la suya por encima de sus hombros.

                Artein observó como Elio se llevaba lentamente el dedo índice a la boca en un movimiento que le pareció eterno de lo despacio que lo realizó mientras le hacía señas con la cabeza en dirección a un punto a la izquierda de donde se encontraban.

                Su amigo estaba literalmente paralizado. Tenía la mirada fija en algo. Sintió que la corriente de aire se hacía más densa, más plomiza. El corazón corría desbocado en su pecho y podía notar sus latidos en las sienes. De niño había escuchado viejas historias oscuras de terror y de demonios de dentro de la tierra. No podía creer que pudieran ser ciertas. No se atrevía ni a mirar.

                En una fracción de segundo que le pareció un siglo se percató de que Rendo y Tiame desaparecían por el agujero abierto en el muro y comenzaban a gritar algo que no logró entender a los que estaban fuera. Omran estaba igual de paralizado que ellos dos y solo acertaba a balbucear algo ininteligible en su vieja lengua de más allá del mar.

                Cuando Elio ahogó un grito de terror se giró lentamente. Todo sucedió muy rápidamente.

                Vio luces. O eso le pareció. Luces verdes. Grandes ojos verdes centelleantes. Las lámparas se apagaron con la llegada de una bocanada de aire caliente y sofocante. Algo se movía muy rápidamente junto a ellos. Intento zafarse de lo que fuera aquello que le sujetaba la mano en la que blandía su martillo de minero. No podía ni mover su brazo. Lo que fuera que fuese tenía una fuerza descomunal. Sintió un fuerte golpe en el costado y terminó rodando por el suelo en dirección al muro de mineral. 

                Intentó incorporarse mientras oía como Elio también luchaba con algo en mitad de la negrura más impenetrable que hubiera sentido jamás. Cuando pudo ponerse de rodillas otro golpe lo lanzó contra el muro. Pudo oírse el chasquido de huesos a unos metros de allí y comenzó a sentir un dolor terrible en uno de sus hombros.

                Oyó un alarido de dolor seguido de un juramento blasfemo. Era la voz de Onram. De Elio solo escuchaba su refriega con aquel enemigo invisible en la oscuridad. 

                Acertó a ponerse en pie. El hombro derecho le dolía horrores. Aún así logró acercarse al hueco que habían abierto durante aquel día. 

                -¡Rápido, pasad al otro lado. ¡Por todos los dioses! ¡Corred estúpidos! ¡Elio, Onram! ¡Vámonos!- lanzó en un grito que pareció retumbar en toda la mina.

                Él mismo pasó primero por el hueco. Sus otros cinco compañeros ya corrían en dirección al único camino de salida de allí, hacía las galerías superiores de la mina. Las lámparas se terminaron de apagar justo en aquel momento al caer al suelo fruto de la precipitación de la huida de los mineros.

                De manera instintiva agarró su martillo y comenzó a golpear los puntales que sostenían el muro justo en el hueco que habían abierto. Allí había algo de luz de la última lampara que se agotaba caída en el suelo. Lo último que acertó a ver fueron dos figuras oscuras que salían casi reptando del otro lado. Luego todo fue oscuridad.

                Las rocas y el mineral iban cayendo con estruendo a medida que caían las maderas que apuntalaban el muro. Artein notaba como el polvo se le metía en la garganta y los ojos y apenas podía respirar mientras corría en la dirección que el pensaba que era la correcta guiado únicamente por los pasos estruendosos de los cinco compañeros que le precedían en la huida. Detrás sintió como dos pares de piernas más avanzaban tras de sí con mucha dificultad. No sabía si estaban heridos o no, pero no podía detenerse a averiguarlo. El desprendimiento estaba siendo mayor de lo que había supuesto, en un efecto dominó que amenazaba con dejarles bloqueados dentro de la mina. 

                Intentó recordar el camino de ida por la mañana para desandarlo. “Dos a la izquierda… que ahora serán a la derecha…. Tres a la derecha…. Por aquí oigo ruidos” pensó. No debía ir muy extraviado porque el camino comenzaba a subir. Más bruscamente al principio y se iba suavizando a medida que iban llegando a las galerías superiores de la mina. 

                El ruido de los desprendimientos llegaba cada vez menos nítido, pero sí que podía percibirse el polvo que iba subiendo a la vez que él hacía el exterior. Notaba como se le pegaba al cuerpo por el sudor y la costra que estaba formándosele en la cara.

                Adelantó a un par de sus compañeros con los que no cruzó palabra. No tenían resuello ni para eso. Tenían que escapar de allí. Le pareció que se trataba de Brego y Ever, por lo pesado de sus movimientos. No había luz e iban a tientas por las galerías que ya conocían. No debían estar lejos de la reja de salida.

                Cuando llegó a la jaula alguien encendió una lampara. No distinguía quién era. Lo miró detenidamente y no estaba seguro de quien era de tanto polvo oscuro que tenía pegado en su cuerpo y sus ropas. 

                -¿Paisal?- preguntó jadeante mientras aquella figura tiraba de la cuerda. Señal convenida para avisar a los de arriba para que subieran la gavia hasta el exterior de la mina.

                -No jefe… soy Rendo- acertó a balbucear de manera entrecortada- Paisal y Tiame ya están arriba… creo… De los demás no sé nada…. ¿Qué diablos era eso de ahí abajo?...

                Artein no había podido ver nada en absoluto.

                -Dímelo tú…. que también estabas abajo… y de frente a lo que fuera aquello…

                -…No vi nada jefe… en serio….solo sentí miedo…. Como nunca lo había sentido…. Solo corrí y corrí lo más rápido que pude…y luego el estruendo del derrumbe… - sollozó- ¿qué podía ser aquello?.... ¿sabes si el resto están bien?...

                -No lo sé Rendo. No lo sé. Creo que sí. Al menos se que de aquel agujero salimos ocho. No se veía nada pero he notado los pasos y he contado ocho personas en esta dirección.

                El silencio se apoderó de la jaula mientras sonaban la poleas que los llevaban arriba. Ya debía ser noche cerrada porque no se atisbaba ni un rayo de luz al mirar hacía arriba.

                -¿Somos unos cobardes por no esperarles jefe?- preguntó el minero con voz queda.

                -No, no lo somos. Solo somos unos inconscientes por bajar tan profundo. Yo mismo he dejado atrás a compañeros cuando se supone que debía ayudarlos. Pero en casa me esperan mis Irineas. Mi mujer y mi hija. Y mi padre ya mayor, que sabes que no puede valerse por si mismo y depende de mí para su sustento…. No, no eres un cobarde. Me siento responsable. Os he metido en una trampa mortal. Debí decirle que no al Fedatario de La Compañía. Ese mineral no vale nuestras vidas…- se enfureció Artein fruto quizás de la tensión vivida durante las últimas horas.

                La jaula se detuvo en seco y subieron la reja. Salieron al exterior de la misma. A pocos metros se encontraban varios guardias y mineros que se arremolinaron en torno a ellos. 

                -¿Quiénes sois? ¿podéis hablar?- preguntaron varios a la vez.

                Estaban cubiertos completamente de polvo y hollín y eran irreconocibles incluso para los que los conocían desde hacía años.

                -Estamos bien. Soy Artein, el capataz y este es Rendo. ¿Cuántos estamos ya fuera? ¿son Paisal y Tiame?- inquirió con prisas y voz aún entrecortada.

                -De momento solo vosotros y dos más. Si, Paisal y Tiame.- confirmaron casi al unísono los guardias de la mina.- Uno de ellos no podía hablar, estaba paralizado por el miedo. Se los han llevado colina abajo hasta el asentamiento para que los vea un médico. ¿Qué diablos ha pasado ahí abajo?.

                Artein miró al guardia fijamente desde el suelo donde estaba sentado. No podía contar lo que había visto porque realmente no había visto nada. Lo había sentido. Lo había oído. Lo había olido. Pero no lo había visto. 

                -Vingardo… no lo sé. En serio… me tomarías por loco si te dijera que algo nos atacó ahí abajo… 

                -¿Qué algo os atacó ahí abajo?- preguntó Vingardo- ¿no serían ladrones que hayan entrado por un acceso lateral de la mina en busca de robarnos el ferodio?. Al oir el estruendo y comenzar a subir polvo pensamos que era solamente un desprendimiento. Dimos la alarma y subieron todos. Bueno…los pocos que quedaban ya en la mina. Era casi de noche cuando os ha pasado esto.

                -No…no…no eran ladrones…eso… eso era…bueno, no era… humano- musitó recordando su dolorido hombro y la fuerza contra la que impacto contra el muro de mineral.

                Vingardo chasqueó la lengua y no dijo nada. Solo observó a Artein con curiosidad escéptica. Hubo un murmullo entre los mineros más cercanos que el guardia acalló alzando la mano y pidiendo silencio.

                -¿No creerás en serio eso verdad?. Cuentos de vieja. Serán ladrones, no es la primera vez que pasa. No debías decir esas cosas… asustas a los hombres…y mañana han de bajar de nuevo a la mina. Bueno, mañana no. El Fedatario Segis ha ordenado que mañana solo bajaremos ahí la guardia minera a buscar a esos ladrones. Solo espero que el derrumbe haya pillado a esos malnacidos y nos ahorren el trabajo a mí y a mis chicos. ¡Alto!- ordeno al capataz- ¡no digas nada más. No voy a dejar que asustes a la gente con tus cuentos!. El Fedatario Segis te espera.

                -No me moveré de aquí hasta que no lleguen todos mis hombres- dijo desafiante al jefe de la guardia.

                Este lo miró un instante antes de girar sobre sus talones y dispersar al grupo que rodeaba a Artein. 

                -Dejadle respirar. Apartaos de él a ver si recupera el resuello…- y murmuró- ….y la cordura…

                Pasó un breve intervalo de tiempo hasta que los goznes metálicos de la reja que subía a los mineros a la superficie volvieron a sonar para alivio de Artein. Dos hombres de gran envergadura cubiertos por completo de polvo negro salieron de la misma. Desde la distancia de varios metros no podía distinguirlos. Corrió como pudo hasta el lugar.

                -Jefe…-dijo Brego- ha sido terrible. ¿Qué ha pasado ahí abajo?. Solo os oí gritar y salir corriendo. Te juro que apuntalamos bien… por el Santo Árbol…¿estáis todos bien?. No me perdonaría que os pasara nada a ninguno.

                El capataz puso su mano sobre el hombro de Brego, que ya se había sentado para recuperar el aliento y el aplomo después del susto de unas horas antes.

                “Estos dos no estaban dentro de la otra cueva. Creen que ha sido solo un derrumbamiento. Mejor. Ya les contaré mañana, hoy no es momento” pensó Artein.

                -Bajadlos rápido con los otros- ordenó Vingardo- esa tos no tiene buena pinta Brego. Un golpe de tos de esos en una mesa de juego y se te caerán las cartas.

                -No es día para jugar, toda la suerte de hoy la hemos gastado ahí abajo con el derrumbe- dijo el joven.

                -En tu caso, con la de hoy creo que has gastado la de todo un año- replicó bromeando el guardia trasluciendo la merecida fama de mal jugador de Brego- Ahora a que os vea el médico y para casa a descansar. Ya habrá tiempo mañana de hablar.

                Varios guardias y mineros ayudaron a Brego y Ever a bajar la colina que daba a las desvencijadas casas de madera que se apiñaban en sus pendientes a modo de poblado. Artein los vio desaparecer bajo la mortecina luz de las antorchas y las lámparas que portaban sus acompañantes.

                Pasaban los minutos, casi una hora desde que subieran los dos últimos mineros de los que se tenían noticias. La inquietud crecía alrededor de Artein. El nerviosismo de los mineros y de los guardias iba en aumento.    No pudo evitar pensar en Elio. Su fiel amigo desde la juventud. Sus hijos jugaban juntos y ambas esposas compartían sus labores domésticas la mayor parte del día. Le había quedado un mal sabor de boca desde la discusión de por la mañana y no se perdonaría que le ocurriese algo por haber aceptado aquella extraña misión. Aún recordaba su cara de auténtico terror antes de que se hiciera la oscuridad absoluta allí abajo hacía unas horas. Quizás estuviese herido y por eso tardaba en subir. Recordaba que los había visto salir del hueco en el muro de mineral. O mejor aún, quizás el herido era Omran y Elio se había retrasado ayudándole. No, no se alegraría tampoco de eso. No era tan mezquino ni siquiera con los que le habían deseado algún mal. Ni siquiera con Omran.

                Él no era precisamente un creyente pero en aquellos momentos se agarró a todo lo pudo. Recordó viejas plegarias a los dioses que su madre le enseñó de pequeño. Las rezó todas en silencio hasta que oyó como la jaula comenzaba a subir de nuevo. Se fue acercando hasta la misma hasta que Vingardo y dos guardias más le interceptaron el paso. 

                -Artein. Ya es hora de que vayas a ver al fedatario Segis- le dijo.

                -No- se negó- hasta que no vea a todo mi equipo sano y salvo no iré a ningún lado.

                -No seas imbécil…no se hace esperar al fedatario sin hacerle enfadar. Y ya sabes que en eso es terrible. No acepta que no se cumplan sus órdenes. Ya me la estoy jugando contigo permitiéndote esto. 

                El capataz hizo el ademán de zafarse de la mano de Vingardo cuando los guardias lo agarraron por los brazos. Se retorció de dolor al sentir el contacto con el hombro lesionado. 

                -Está bien, está bien- dijo sin ya oponer resistencia- Cuando vea que están arriba y salen por su propio pie nos marchamos. Hazme ese último favor Vingardo. Por los viejos tiempos.

                -Está bien- convino el jefe de los guardias- pero si te obligo a ir ya mismo y no hacerle esperar es por tu bien. Y lo sabes.

                -Lo sé. Muchas gracias.

                Por fin se detuvieron las poleas y la jaula llegó arriba. Artein vio como se abrían las rejas y salieron dos figuras oscuras cubiertas de polvo. Venían erguidos y sin aparentemente ninguna herida. No decían nada. Ni siquiera tosían. Callados completamente. Artein intentó buscar a Elio con la mirada pero no la encontró. Ambos hombres miraban hacía abajo, hacía el suelo, de manera esquiva. 

                “Es normal- pensó- lo que nos ha pasado ahí abajo es algo como para dejarte sin habla. Mañana habrá tiempo de comentar y hablar del asunto. A la luz del día, sin sombras tenebrosas”. 

                Y sumido en estos pensamientos lo condujeron colina abajo hasta la gran casa que ocupaba la parte central de aquel poblacho.

 

 

                Segis era de complexión menuda y fibrosa. No era un hombre fuerte físicamente. Ni necesidad que tenía. Para esos trabajos ya tenía gente que los hiciera por él. Lo suyo era el trabajo intelectual, con los números. Y los mineros no dejaban de ser números. Era el Fedatario de La Compañía, la propietaria de la explotación de las minas, algo así como el representante plenipotenciario de esta en aquel lugar. Donde él hacía y deshacía la ley o, dicho a la manera de cualquier lugar civilizado, interpretaba esa misma ley. Siempre en su propio beneficio o en el de La Compañía, por supuesto. Organizaba el trabajo en la mina, los pagos a los equipos de mineros, el transporte del mineral, el comercio, el burdel y la casa de juegos de aquel pueblo desparramado sobre la colina. Segis era la Mina Norte. Solo respondía una vez al año al enviado de La Compañía Ultramarina de Comercio (que así era su nombre completo) que supervisaba las cuentas y se llevaba casi todos los beneficios en grandes carros. Con lo que le caía a Segis de la mesa de los grandes, le bastaba para ser, con diferencia, el más rico del poblado.

                Ahora lo miraba directamente y sin un atisbo de la amabilidad que tuvo un solo día antes, cuando les encomendó aquella misión tan rara.

                -Me han dicho que no habéis sacado ni un gramo de mineral de allí abajo. ¿No eran buenas nuestras informaciones sobre ese sitio?. 

                -No. Ni un solo gramo- respondió lacónico el capataz.

                -Así que ha habido un derrumbe en lo más profundo de la mina, ¿no es así?. 

                -Bueno, un derrumbe y algo más… - contestó Artein.

                -¡Tonterías!.

                -No estabas allí. Hemos visto lo que hemos visto- se defendió Artein.

                -¿Y qué has visto en medio de la oscuridad?. Me han dicho que nada, que lo has oído nada más. ¿Oír el qué?. 

                -Ojos verdes. Terroríficos… y sonidos silbantes…y una sensación de oscuridad y sofoco que no eran normales- recordó Artein- He bajado miles de veces a las minas y jamás había sentido eso. Era como terror condensado en el aire… era como si fueran demonios…

                -¡Basta! ¡No voy a permitir que difundas esas historias para asustar niños!. Eran ladrones. No podían ser otra cosa. Ya me han contado que has salido del pozo de la mina soltando esa sarta de estupideces. Siempre has fabulado muchísimo. Desde jóvenes nos conocemos y ya te tengo calado Artein…Bueno, yo y toda la Mina Norte, para que nos vamos a engañar. A pesar de todo nadie te cree. ¿Qué quieres, que se vaya todo el mundo de aquí asustado y lleves este pueblo a la ruina?.- replicó Segis.

                Artein apretó los puños y se mordió el labio. Su cara aún permanecía cubierta de hollín en su mayor parte.

                -Segis… el pueblo no sé, pero a ti seguro que te cuesta el puesto de fedatario…

                -¡No seas insolente!.- bramó- Os encomiendo un trabajo sencillo. Todo indicado y guiado. Os podéis hacer ricos y …¿qué me traes? ¿cuentos de viejas? ¿historias de fantasmas?... por dios Artein, ¿no piensas en Irinea? ¿y en la pequeña? ¿y en tu padre?. Ya tienes una edad en la que normalmente se deja de bajar a la mina, excepto casos perdidos como el cicatrizado. Tus pulmones ya no aguantan. Te he dado la oportunidad de dejar todo eso atrás y buscar una vida mejor para ti y los tuyos. No me digas que al regresar a casa después de varias horas de trabajo jamás has pensado “ya no bajo más”. Eso te dí anoche ¿y tú que me traes?… historias de terror infantiles y una mina inutilizada por un derrumbe. Pasarán varios días o semanas antes de poder continuar. Y eso si tenemos suerte…

                -Lo mejor que puede ocurrir es que no se abra jamás. Ahí abajo hay algo y mientras más piedra y mineral haya entre eso y nosotros…

                -¿Mejor? ¿mejor dices?... ¿sabes a cuanta gente has empobrecido con tus miedos?...- dijo Segis sin siquiera mirar a Artein- Ni una palabra más. Ve a casa. Mañana a la luz del día lo verás todo de otra manera. Los ladrones tendrán su castigo, mañana la Guardía Minera bajará a por ellos. Cuando te los muestren verás lo equivocado que estabas y lo loco que estás. No quiero verte en los próximos días. Seguro que alguno de los tuyos se fue de la lengua anoche y puso sobre aviso a algún rufián sobre esa veta de ferodio. Te fías demasiado de los tuyos…siempre ha sido tu error.

                -Una vez fuiste de los míos…-opuso Artein.

                -Por la Bienaventurada Estrella que ya eso pasó… De ahí aprendí todo lo que no debía hacer para triunfar en esta vida. Solo te envidio una cosa y está prohibida para mí…

                -A Irinea no la metas en esto- se enojó el capataz.

                Segis pidió calma con un gesto de sus manos a los guardias que ya se interponían entre ambos. 

                -Acompañadlo fuera. Mejor harías en pensar alguna vez como yo lo hago. Seguro que te equivocarás menos. ¿Tienes confianza en todos tus hombres? ¿de los jóvenes jugadores de cartas? ¿del cicatrizado?. ¿Estás seguro que no son ellos los cómplices de los ladrones?. Si descubro que tú o cualquiera de los demás me ha robado. Bueno… le ha robado a La Compañía un solo gramo de ferodio lo pagareis muy caro.

                Artein permaneció en silencio unos segundos. Pensó en responder algo pero sabía que todo lo que dijera iba a ser inútil. No ganaba nada emprendiendo batallas perdidas de antemano. Ni siquiera se despidió, dio media vuelta y enfiló la puerta de salida de la gran sala común donde se encontraban.

                Justo al salir se cruzó con Vingardo que evitó cruzar palabra con él. Artein tampoco tenía ganas de hablar con el guardia y enfiló la pendiente que llevaba hasta su cabaña. Necesitaba el calor del hogar, de los suyos. No había sido un buen día.

                Vingardo se detuvo, se giró e hizo el ademán de decirle algo a Artein pero se detuvo. Ya se lo diría a la mañana siguiente. Ahora tenía que entrar a ver al fedatario. Permaneció unos segundos observando como el capataz se perdía entre las sombras de la noche y a continuación entró.

                Cuando llegó donde estaba Segis, esté se encontraba con alguien que había salido de detrás de las telas colgadas en el fondo de la sala. Se trataba de un hombre que debía ser importante por los ropajes que vestía y las joyas que exhibía. Todo muy capitalino, pensó. Al verlo llegar ambos hombres callaron al unísono. 

                -¿Qué te trae por aquí? ¿Qué nuevas hay?- inquirió el fedatario sin dilaciones.

                -La avanzadilla dice que la mina está inutilizada en su mayor parte. Sobre todo la zona inferior. Costará mucho recuperarla en su totalidad. Hasta que no se asiente el polvo y las rocas en los próximos días no se podrá saber nada más, aunque yo no soy ingeniero, ni siquiera capataz. Yo de eso no se nada, solo cuento lo que me han dicho.

                -Siempre tan útil Vingardo…

                El tercer hombre que los acompañaba preguntó.

                -¿Y de los ladrones que se sabe? ¿Cuándo los prenderán?.

                Vingardo lo miro con curiosidad, pero no respondió. No sabía quién era y esperaba la orden del fedatario.

                -Responde Vingardo. Él es Hipolito Xarres, el Principal de La Compañía en toda la isla. Digamos que es tu jefe… y el mío también…- dijo con una mirada de soslayo al jefe de los guardias.

                Se aclaró la voz antes de hablar. Aquel hombre era alto y de tez blanca. Seguramente un continental, nada que ver con el mestizaje de Ferodia.

                -No tenemos constancia de que haya habido ladrones. Hay otras teorías.

                -¿Teorías? ¿qué teorías?- inquirió Hipolito Xarres con una mirada glacial.

                Vingardo se detuvo un segundo a observar aquellos ojos oscuros y faltos de emoción que le pedían respuestas. Intentó ser coherente.

                -Sabemos que algunos de los mineros han hablado de cosas extrañas en lo más profundo de la mina. Dicen que algo los atacó, más de que los atacarán alguien en concreto… algo no humano en palabras de este que se acaba de ir ahora mismo.

                -¿Otro que viene con cuentos?...buff, que pueblo- bufó Segis- Como sois los mestizos, siempre recordando las tonterías de la abuela. 

                -Yo no soy mestizo Segis. Soy más continental que tú, te lo recuerdo…-y retó con la mirada al fedatario. Quizás era el único en el pueblo que podía permitírselo sin demasiado temor a represalias.

                La voz nasal de Hipolito Xarres quebró el incómodo silencio que siguió a la discusión sobre el origen de los dos hombres.

                -No puede haber otra explicación. No debe haber otra explicación- subrayó- Yo mismo traje ayer la información de la presencia de ladrones de minas en la isla. En la capital estamos preocupados con ese tema. Altera a la gente y eso hace disminuir la producción. Y eso nos hace perder dinero. Y eso nos pone tristes. Y nerviosos. Y cuando nos ponemos nerviosos no medimos lo que hacemos…ni a quién. Y además, si quedan sin castigo animan a otros ladrones. Hay que encontrar a unos ladrones y darles ajusticiamiento público. Al pueblo no hay que darles motivos para que desconfíen de la eficacia de nuestra guardia…. Lo que haya ocurrido allí abajo ya poco importa. Lo importante es lo que ocurra aquí arriba tras lo sucedido.

                -Me pongo a ello ahora mismo. Mis hombres mañana bajarán fuertemente armados por si quedan ladrones allí.

                -No. Olvida eso. Allí abajo ya no hay nada que nos interese. Que busquen arriba. Necesitamos culpables- le corrigió Hipolito Xarres- y rápido. Que a la gente no le dé tiempo de cuestionar nuestra capacidad de mantener el orden.

                -Lo que todavía no sé es que hacían tan abajo en la mina. Hasta allí nunca ha bajado nadie…

                -Y nadie más lo hará me temo. Parece que el derrumbe ha sido importante y ya no puede accederse allí. Además, eso no te interesa. Deja esos asuntos en manos más adecuadas- terció Segis- Vete ya. Tienes trabajo que hacer.

                Vingardo no objetó nada más. Se giró sobre sus talones no sin antes despedirse.

                -Así se hará.

                Y desapareció entre la negrura de las calles embarradas de la Mina Norte.

                Artein volvió a casa todo lo deprisa que le permitía su hombro lesionado. A esas horas de la noche todavía quedaba gente por las callejuelas de Mina Norte. Algún borracho y varias mujeres que vendían sus encantos. Normalmente pasaba casi desapercibido, todos lo conocían en el pueblo, pero aquella noche todo el mundo volvía su mirada y giraba su cabeza al verlo pasar. Aún no había podido asearse y su cara y sus ropas mantenían casi todo el polvo y el hollin del derrumbe de la mina. O quizás también porque la historia que había contado a la salida ya había corrido como la pólvora por cantinas y burdeles. Oyó varios murmullos a su paso y alguna chanza con voz ahogada de boca de un borrachuzo pero no les prestó atención. Tenía ganas de hogar. De hogar y de la calidez del cuerpo de Irinea, de sus besos y de sus palabras de aliento.

                Ella lo recibió con un abrazo que se prolongó durante un par de minutos. Así permanecieron todo ese tiempo. En silencio. En mitad de la quietud de la noche con la sola compañía de la tenue luz de una lámpara de aceite que iluminaba la entrada a la casa de madera.

                Lo besó en silencio y respiró aliviada. Intentó que él no notara los nervios que había pasado aquel día. Ya habían llegado las noticias del derrumbe en la mina. Se decía que no había habido víctimas, que todos habían salido, los ocho.

                -Vamos, entra. La niña duerme y tu padre no ha querido irse a dormir todavía. Está más nervioso de lo que nunca ha estado.

                Y lo condujo pasando su brazo por la cintura de él hasta el salón. Le trajo ropas limpias y una vasija con agua fresca para que se lavase. Artein la miraba mientras ella le ayudaba a desvestirse y pensó en la suerte que tenía. 

                Su padre esperó impaciente hasta que pudo darle un abrazo fuerte y cálido regado de alguna lágrima. Él sabía lo que eran muchas horas bajo el suelo. Él sabía el cuerpo que traía y el cansancio. También había sido minero y entendía aquel miedo a no regresar de las profundidades de la tierra.

                Artein les contó lo que había ocurrido omitiendo muchos detalles. No quería preocuparles en exceso, pero Irinea lo conocía demasiado bien y se las fue apañando para ir descubriendo toda la verdad y todo lo que su marido quería ocultarle. Cada vez que se mencionaba a Segis en la historia ella se removía en su silla. No podía creer que aún le escociera su rechazo juvenil.

                El hombre terminó llorando relatando el miedo que sintió en aquella cueva. Temblaba describiendo el fulgor y el brillo de aquellos grandes ojos verdes que atisbó frente a él en medio de la sofocante oscuridad de aquella mina. Irinea puso sus manos junto a las suyas y lo atrajo hacía su pecho. Artein lloraba como un niño pequeño. Había sentido miedo, no solo por él, sino, sobre todo, por ellas, por sus dos Irineas, madre e hija, y por su padre que hubieran quedado a merced de alguien sin escrúpulos como era el fedatario Segis.

                No probó bocado. No tenía hambre. Se despidió de su padre con un beso y se acercó a la cama donde dormía su hija, la pequeña Irinea, de siete años. Los dioses no les habían dado más hijos, pero aquella niña tenía la energía y la inteligencia de siete vastagos juntos. Normal que la fuerza de su madre se hubiera agotado engendrándola a ella sola. Beso su frente y se marchó a su cama junto a su amada esposa. Mañana sería otro día y vería las cosas de manera diferente. Por una vez pensó que Segis tenía razón en algo.

 

                Fue una noche corta. Y no porque el amanecer llegara antes de tiempo, sino que su sueño fue interrumpido cuando aún estaba oscuro en el exterior. Alguien aporreaba la puerta con insistencia. Artein e Irinea se dirigieron a la misma y abrieron la mirilla.

                Era Poeria, la mujer de Elio, su segundo. Irinea se apresuró a descorrer los cerrojos y desatrancar la puerta. Aquella mujer de ojos color aceituna tenía la cara demudada. 

                -Pasa, rápido, hace frío fuera- le conmino.

                Nerviosa pasó adentro y casi con un pie fuera de la misma soltó apresuradamente.

                -Artein, por el Santo Árbol… dime que Elio salió ayer de la mina.

                Al hombre aquel ruego le pilló de sorpresa. Aún medio dormido como estaba intentó poner en orden su cabeza y recordar. 

                -Si. No hablé con él. No me dejaron, me llevaron con prisas ante el fedatario que quería verme con urgencia…. ¿por qué me preguntas eso?. Yo mismo lo vi salir de la jaula junto a Omran. Fueron los últimos en salir de la mina.

                -¿Pero seguro que lo viste? ¿eran ellos?... ¡es que aún no ha vuelto a la casa! No sé dónde está. He subido la colina y los guardias de la mina que quedaban allí me han dicho lo mismo. Que salisteis ocho y que los dos últimos también bajaron hacía el pueblo. Y también me han dicho que esos dos últimos no dijeron nada, pero como no tosían ni parecían estar heridos ni siquiera los acompañaron a ver al médico. Dicen que los vieron marcharse algo desorientados, pero erguidos y a paso rápido en dirección al pueblo. Hablaron algo entre ellos que nadie recuerda saber lo que fue porque no lo entendieron bien y se marcharon… ¿eran ellos Artein?... No es normal en mi Elio que no haya vuelto todavía…

                Artein pensó un segundo rebuscando en su memoria las imágenes de aquellos momentos de la tarde anterior antes de contestar.

                -Ahora no estoy seguro del todo. Pero claro que eran ellos, ¿quién si no?. Ocho entramos y ocho hemos salido. No, no pude hablar con ellos como bien te he dicho, ni siquiera acercarme, pero seguro que a Elio no le ha pasado nada. Tranquilízate mujer… hay otras explicaciones. ¿Has preguntado en el sitio del médico?...¿no?...Igual están allí todavía. Bueno, vamos a hacer una cosa. Irinea, acompaña a Poeria a ver al médico a ver si saben algo. Despierta antes a mi padre para que se quede pendiente de la pequeña. Yo voy a recorrer las cantinas y casas de juego- omitió deliberadamente hablar de los burdeles. No quería acrecentar el pesar de aquella mujer- Igual Omran lo ha arrastrado a algún tugurio para beber y templar los ánimos. Ya sabes que Elio es incapaz de dejar a nadie tirado. Se habrán liado. Después del susto que hemos tenido es normal querer pensar en otras cosas- dijo sin entrar en detalles del incidente del día anterior. No quería preocupar más todavía a aquella mujer.

                Organizado todo a la manera que dijo Artein, se calzó las botas aún cubiertas de polvo y salió presuroso de la casa seguido por las mujeres, que tomaron otra dirección a la suya y se perdieron entre las sombras. No le gustaba que fueran solas a aquellas horas por los arrabales, pero era una circunstancia de fuerza mayor. Le asaltaba una duda grande y la desazón comenzó a ganarle el corazón pensando en las palabras de Segis sobre si podía confiar en los miembros de su equipo de trabajo.

                Recorrió las cantinas y las casas de juego cada vez más azorado. No daba con ellos. Nadie los había visto, nadie sabía de ellos. En una de ellas se encontró con Brego. Tan borracho y tambaleante que, una vez que lo dejó tras de sí, no estaba seguro del todo de que lo hubiera reconocido ni que el joven supiera siquiera con quién había estado hablando hacía un momento. Lo dejó por imposible y marchó a sus dos últimas opciones de hallarlos. Los burdeles.

                Elio no era de los que frecuentaban esos locales. Ni él tampoco, al menos desde hacía unos años. Antes habían acudido juntos en alguna ocasión siendo jóvenes. Había apetitos que los hombres solo podían satisfacer en esos lugares o arriesgarse a perder a sus parejas. Se avergonzaba de ello, pero afortunadamente eso se había acabado para los dos. Al menos eso le gustaba pensar aunque en aquel momento iba de prostituta en prostituta indagando sobre su amigo, en una infructuosa búsqueda que dio por concluida cuando ya comenzaba a despuntar el día en el horizonte y las meretrices se retiraban medio borrachas junto a algún cliente trasnochador.

                “Elio. Tú no. No me lo merezco. Espero que no hayas sido capaz de hacer nada de eso… y menos con el cicatrizado. Maldición Elio…. Te juro que como hayas sido capaz de robar el ferodio de La Compañía, aunque sean trozos pequeños y luego escabullirte te buscaré y te mataré. Bueno, eso si no te encuentra Poeria y acaba antes contigo… Amigo, tú no. No le demos el gusto de llevar la razón a Segis”- en esos pensamientos se encontraba cuando terminó de subir hasta la entrada de la mina, en la parte alta del cerro que dominaba Mina Norte.

                Buscó entre los guardias a Vingardo. Preguntó y le indicaron que se encontraba junto a la grúa que bajaba la jaula hacía el interior de la mina. Estaba nervioso y excitado. Y daba gritos mientras hacía grandes aspavientos con los brazos.

                -Por las ramas del Santo Árbol… en esta maldita guardia no se puede confiar en nadie para que haga bien su trabajo. Al final voy a tener que bajar yo mismo…

                -¿Vas a bajar a la mina? ¿tú? Estrella Bendita, quién lo viera…- le preguntó con sorna mientras llegaba a su altura.

                Vingardo se giró con furia en dirección a aquella voz, pero su expresión se tornó en una de alivio, cuando vio de quien se trataba.

                -¿Yo?. Eso se lo dejo a los topos como tú. Eso es antinatural. El Hacedor nos hizo para vivir sobre la tierra. Nada de bajar a sus entrañas. Y de flotar por el agua mejor ni hablemos… Voy a tener que bajar al pueblo. Algo pasa en los arrabales y mis hombres no aciertan a explicarme bien lo que es.

                -¿En los arrabales?- preguntó Artein- ¿Qué ha pasado?.

                -Nadie me explica bien las cosas. Solo tonterías. La culpa la tienes tú y tus historias- le dijo señalándolo con el dedo- . Desde ayer cuando subiste la gente se ha vuelto loca… y no para de inventar.

                -Vi lo que vi…

                Vingardo agarró por la pechera al capataz y lo apartó a empellones hasta una de las paredes.

                -¡No viste una mierda!- le gritó delante de varios guardias que contemplaban la escena- ¡Escúchame!... ¡Escúchame te digo!- le pidió mientras Artein intentaba zafarse- Acompáñame. Bajemos juntos- dijo soltándole casi en un susurro para que nadie más oyera su petición.

                Después de indicar a los guardias que siguieran vigilando la entrada de la mina se dirigieron con paso firme hacía el poblado. Artein, aún desconcertado con la actitud de Vingardo, no quiso ni preguntar.

                A medio camino, que hicieron en silencio, este se detuvo de repente.

                -¿Qué fue lo que despertasteis ayer allí abajo?- le espetó directamente.

                -No lo sé. Pero algo había. Algo maligno y fuerte.A mí me lanzó varios metros contra una pared. Hay que ser muy fuerte para hacer eso. ¿Qué te ha hecho cambiar de opinión?- le pregunto Artein.

                -Cosas.

                -¿Qué cosas?.

                Vingardo le contestó con otra pregunta.

                -¿Dónde están Elio y el cicatrizado?

                Aquello desconcertó a Artein.

                -Eso mismo quiero saber yo. He subido a preguntarte. Elio no ha vuelto a casa y llevo horas buscando en todas las cantinas, casas de juegos y burdeles que existen en Mina Norte. Sinceramente esperaba que tú me dijeras algo más.

                -Ya ayer me pareció raro y cuando nos cruzamos en la puerta de Segis quise comentártelo, pero tú llevabas prisa y yo también. 

                -¿Qué te pareció raro?- inquirió.

                -Los ojos.

                -¿Los ojos?.

                -Si… verdes. Luego, ya más tarde, reparé en que Elio y Omran…

                -…los tienen marrones…- completó la frase Artein y una punzada nerviosa se le alojó en el estómago.

                -Sí. Con el revuelo de anoche en la mina por el derrumbe no reparé en ello en aquel momento. Luego he preguntado a mis hombres y me han confirmado eso mismo. Los dos iban cubiertos hasta arriba de polvo y hollin, pero aparentemente estaban bien, andaban por su propio pie, sin ayuda. Ni siquiera tosían, y eso me pareció raro también. Hablaban entre ellos en voz baja, pero no acerté a entender nada de lo que decían. En principio creí que querían distraer mineral. Ya sabes, aprovechar el jaleo para robar cierta cantidad de ferodio Llevo un tiempo desconfiando del de las cicatrices… Los registramos concienzudamente cuando te marchaste pero no hayamos nada. Aún así los mandamos a ver al médico.

                -¿Al arrabal?- preguntó nervioso Artein

                -Sí, claro. El único que hay ¿por?.

                -Porque mandé allí hace horas a las mujeres. A la mía y a la de Elio. 

                -¿Al arrabal las mandaste de noche?- preguntó el jefe de los guardías.

                -Sí… por el Santo Árbol… ¿qué está pasando allí que te tenía tan alterado?.

                Vingardo se encontraba demudado ante la pregunta de Artein.

                -Verás… es que me han comunicado que ha habido una muerte extraña allí esta noche. Ha aparecido un cadáver, asesinado de manera rara… desangrado completamente.

                -¿Elio? ¿Omran?...- no quería ni conocer la respuesta.

                El segundo que Vingardo tardó en contestar al capataz le pareció una eternidad. “Que no sea mi amigo” pensó mientras tanto.

                -No. Ninguno de los dos. Una mujer.

                

                El corazón iba a salírsele por la boca tras la frenética carrera que le llevó hasta el arrabal del pueblo, cerca de las dependencias médicas. Apartó al corrillo de curiosos que remoloneaban alrededor de una pareja de guardias mineros que custodiaban un cuerpo tendido cubierto por unas mantas. Había sangre en todo el suelo de alrededor. El barro se había mezclado con la misma tras las pisadas de tanto curioso.

                -¡Atrás!- le gritó uno de los guardias cuando trataba de contener la llegada de Artein hasta aquel cadáver. 

                Vingardo llegó sin resuello justo detrás y, sin poder articular palabra, hizo un gesto al guardia para que lo dejara pasar.

                Con más miedo que nunca en su vida levantó una de aquellas mantas, la que cubría la cabeza. Casi vomitó hasta terminar de descubrirla y tras hacerlo se avergonzó del alivio que sintió cuando identifico a la muerta. 

                El cuerpo sin vida era el de Poeria. Pobre Elio.

 

                Después de incorporarse y volver a respirar. Triste pero más tranquilo preguntó a los presentes si no había otra mujer acompañando el cadáver. Algunos le conocían y le indicaron que no habían visto a Irinea allí en todo el tiempo transcurrido desde el descubrimiento del cuerpo.

                Artein se despidió de Vingardo con la promesa de que volverían a hablar más adelante, ahora necesitaba buscar a su esposa.

                -Ve. Si me entero de algo sobre ella, te aviso. Seguramente estará en casa igual de preocupada por ti que tú por ella.

                Llegó a casa y allí no estaba. Preguntó a su padre y este le dijo que no había vuelto desde que se marchara. Artein hizo de tripas corazón para esconder ante su padre su inquietud. La niña, ya despierta, preguntaba por su madre y él inventó una excusa que no satisfizo del todo a su hija.

                A mediodía acudió a ver de nuevo a Vingardo. No pudo hallarlo y pensó en que estaría en el Salón Principal, el centro administrativo del pueblo, donde trabajaba Segis. Preguntó allí y se alteró un tanto cuando nadie supo darle noticias sobre el paradero de su esposa. Se encaró con el propio fedatario que, al conocer la noticia de la desaparición de Irinea dispuso que más hombres la buscaran por todo Mina Norte. Hubo algún reproche de juventud bastante agrio entre ambos y a Artein lo custodiaron hasta su casa porque su estado de nervios iba a hacerle cometer alguna tontería.

                Creyó volverse cada vez más loco a medida que pasaban las horas y no había rastro de su mujer. Los minutos eran horas y las horas parecían siglos. El sol se iba marchando y seguía sin haber noticias de la mujer. Ni de Elio.

 

                Irinea no regresó durante el transcurso de todo ese día. Ni durante el transcurso de ningún otro.

 

 

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